lunes, 25 de octubre de 2010
Miradas
La historia era un punto. Un punto que caminaba sin cesar. Caminaba sin cesar, sin castigo y sin pena. Sin pena ni gloria llegó a la fama, logrando su mayor objetivo: conocer la torre Eiffel. La torre Eiffel, imponente, miraba hacia París pidiendo ayuda, como una dama atrapada en el ascensor de los delirios, de lirios y amapolas que poblaban el jardín de los recuerdos, recuerdos ajenos de miradas ocultas espiando por la cerradura sin fin, pero con un comienzo conocido, o por lo menos un comienzo aparente de la cual se perdió la llave libertadora que aturde como un cuerno medieval anunciando la llegada de la caballería, caballería que avanzaba velozmente por los campos mundiales de la patria, patria tan mía como vuestra que se desvela con la mirada cómplice de la vieja dama que sigue encerrada en ese décimo piso, tan solitariamente llena de gente.
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